Palabras cruzadas #001: Simon Reynolds y Ezequiel Fanego

La idea es simple, una conversación en clave postal, escapando al bombardeo de video llamadas que nos acechan post pandemia. De forma inédita el ensayista inglés y el editor argentino regresan a una costumbre olvidada y así, conectarse a pesar de la distancia.

Laura Estévez

 

En Grieta, tomamos esta idea para invitar al ensayista Simon Reynolds y al editor argentino Ezequiel Fanego, que es precisamente editor del inglés en Latinoamérica a través de su editorial Caja Negra (Argentina), a tener una correspondencia electrónica. Una pregunta inicial, “¿cómo pensar la música?” y luego un flujo orgánico de diálogo entre ambos, un carteo que ahonda en los orígenes de sus escrituras, las dudas respecto a si es realmente necesario escribir sobre estos contenidos y un par de anécdotas que dan forma al modo en que ambos, más que pensar la música, piensan a través de ella.

¿Cómo pensar la música? 

Simon
Lo primero que pensé al responder esta pregunta fue en otra pregunta: ¿es necesario que haya una reflexión pública en torno a la música? ¿qué función cumple? Especialmente en este momento, pareciera no ser una actividad esencial. Llevo tiempo pensando que el alivio del sufrimiento humano, ya sea físico o mental, es la vocación más grande, y esa creencia se ha agudizado en nuevos sentidos dada la crisis actual. Escribir sobre música pareciera ocupar un lugar bastante bajo dentro de la jerarquía de las necesidades humanas. Al mismo tiempo uno puede decir que son las cosas no-esenciales las que le dan sabor a la vida y la elevan más allá de la monotonía de la supervivencia cotidiana y su rutina. Estas cosas son lujos, pero lujos sin los cuales sentimos que no podemos vivir.

Sin embargo, mucha gente, quizás la mayoría de las personas en el planeta, disfrutan de la música de manera más bien inconsciente. Y eso no los afecta mucho, al menos en términos de entretenimiento. El sonido secuenciado brinda un placer irreflexivo que puede conmoverlos intensamente, pero no tiene necesariamente que ver con una significación mayor, se encuentra al mismo nivel, probablemente, que la comida, los deportes, la ropa, que son cosas por las que la gente se apasiona. Pero no por eso andan buscando una crítica o teoría que dote esta pasión de sentido. ¿Qué se están perdiendo? ¿hay alguna plusvalía que se pueda crear mediante el pensamiento público de la música que profundiza su experiencia, o que ayuda a conformar una comunidad en torno a la música –una comunidad tanto de desacuerdos como de consensos?

La segunda reflexión que me provocó esta pregunta tiene que ver con cuánto del placer por la música, qué es lo que hace que una pieza musical sea “buena” o hace que funcione, elude, efectivamente, al pensamiento. El desafío para mí, tuvo que ver, desde un principio, con querer registrar en prosa todos estos elementos no pensados, la insistencia del ritmo, la sensualidad del sonido en un sentido, la violencia de la música al fluir por tu cuerpo. Pero son muy difíciles de verbalizar, y acorde a esto, los críticos de música han escrito al respecto trazando, en gran parte, una enrevesada danza de evasiones. 

¿Qué ocurre con los críticos académicos de música que saben de escalas y estructuras? el lenguaje musical técnico puede describir estas intensidades en un sentido muy estrecho, tal como un diagrama de un circuito eléctrico, pero no puede transmitir la sensación de un golpe eléctrico. Cuando los críticos usan este tipo de terminología especializada, el efecto principal sobre el lector es el de un aura de autoridad, sientes que “esta persona sabe de lo que está hablando”, y eso puede generarte confianza en sus pronunciamientos, pero no entiendes qué es lo que te presentan como “pruebas”. 

Estoy interesado en la gran brecha entre cómo los músicos piensan la música y cómo los críticos y fans, que carecen de formación musical, lo hacen. Al menos el 90% de lo que le preocupa al músico es lo que yo llamo “oficio no-significante”, cómo estructurar una obra musical en términos de entradas, salidas, puentes, cambios de escala, cómo lograr técnicamente ciertos sonidos; cómo construir sentimiento y onda. Composición, arreglo, ingeniería, producción; este esfuerzo trae como resultado el 90% de nuestro placer y sensación en la música. Quedamos atrapados por la manera en que la tensión se construye y se diluye, los giros sorpresivos, la yuxtaposición de texturas a lo largo de una organización vertical del sonido. Y, aun así, es algo sobre lo que es muy difícil escribir sino utilizando los términos más vagos posibles cuando hay que hacerlo sobre una canción o una pista en específico. Los críticos tienden a aproximarse a la música como si se tratara principalmente sobre la comunicación, la transmisión de una declaración lírica, o de un estado emocional. Pero gran parte del placer y la emoción de escuchar música está en la estructura y se trata de las sensaciones. Nuevamente, es muy difícil pensar estas cosas y ponerlas en palabras. Pero es la presión de esas sensaciones y movimientos contra la mente la que produce las reflexiones más interesantes sobre la música, para mí.

Ezequiel
Quisiera partir diciendo que como editores, en Caja Negra siempre nos ha interesado no tanto “pensar la música”, sino “pensar a través de la música”. La música puede ser una de esas experiencias que cambia tu vida: un disco o una canción pueden modificar totalmente lo que piensas sobre la política, la amistad, tu propia vida, etc. Y no solo a través de las letras, sino también mediante el mundo de percepciones que te gatilla. Por esto nos gusta cuando lo escrito no impone sus propios conceptos sobre la música, sino cuando está más bien afectado por ella, y expresa de que manera se vio enriquecido o empobrecido por la experiencia auditiva. La música tiene su forma de pensar, tiene sus propios conceptos expresados como configuraciones perceptivas. Y si permites que te afecte, se convierte en tu propia realidad perceptiva, y eso es algo que tú puedes aceptar o rechazar.

Ayer, por ejemplo, estaba escuchando un mixtape de hip hop chopped and screwed. Chopped and screwed es una técnica de remezcla en la música hip hop desarrollada en la escena de Houston a principios de 1990 y consiste en reducir dramáticamente el pitch de las composiciones originales para darle un sonido hipnótico y pesado. Está pensado para recrear la experiencia de estar bajo la influencia del purple drank, un narcótico callejero hecho en base a codeína, un opioide que se receta para tratar dolores leves y expectorante. Uno no necesita tomar purple drank para lograr comprender sus efectos, pues la música en sí misma ya ralentiza tu cerebro, entras en un estado nebuloso y tu percepción se ve transfigurada por completo, por lo que puedes escribir sobre esta música como si estuvieras siendo transfigurado por ella.

Otra idea que nos ha influenciado mucho como editores a la hora de pensar el escribir sobre música es esta noción de que escribir sobre música puede no sólo reflejar la experiencia auditiva, sino catalizarla también, intensificar la escucha. Me ocurre un montón que cuando leo una de las obras tuyas, o de David Toop, o de Kodwo Eshun, necesito desesperadamente volver a escuchar los discos de los que hablan, porque sé que ya no será el mismo. ¡Puedo incluso llegar a escuchar cosas que no sabía que estaban ahí antes! por lo que escribir puede también cambiar tu experiencia de la música, al inyectar en tu mente esas percepciones alienígenas de las que Simon hablaba antes.

Simon
Me intriga la idea de que haya personas para quienes el escuchar música no esté acompañado por el pensamiento, porque es algo tan ajeno a mí. Pero hubo un tiempo en el que yo solo escuchaba música de una manera totalmente irreflexiva, sin ningún tipo de preconcepciones, ni un deseo de comprender, arrastrado únicamente por el torbellino de sus sensaciones. Cuando chico escuchaba los discos de mis padres, la banda sonora de musicales como “West Side Story” (1961), “Songs for Swingin’ Lovers!” (1956) de Frank Sinatra, la Sinfonía Pastoral (1808) de Beethoven, “Los Planetas” (1916) de Holst. O escuchaba la radio, los Beatles, David Bowie, etc. 

Una de las razones por las que decidí escribir sobre el glam en mi último libro fue porque es uno de los primeros tipos de música que puedo recordar de un tiempo donde todavía tenía una respuesta primigenia ante el pop, aquél realmente juvenil, orientado al desborde adolescente en particular. Tengo una especie de escena primigenia con T-Rex en la TV, un recuerdo al que me refiero en la introducción de mi primer libro “Blissed Out” (1990), y luego también en la introducción del libro sobre el glam. Una suerte de mito de la creación personal basado en el impacto audiovisual de escuchar y ver a Marc Bolan, una mezcla de emoción y perplejidad entremezclado con perturbación e incluso miedo. Un encuentro con lo sublime del pop. Pero luego, conocí el punk y poco después conocí la prensa musical, y todo eso cambió para mí, escuchar música se volvió inextricable de pensar sobre ella. En su punto más salvaje, escribir sobre música puede ser tan estimulante como la música misma. Pero ambas están tan entrelazadas que no puedes separarlas, se impulsan la una a la otra hacia adelante. Desde ese entonces –de 1979 en adelante–, escuchar música casi siempre ha sido un generador de ideas e imágenes. Solo en estados de gran intoxicación he vuelto a esa respuesta primigenia, no pensante, puramente sensual que tuve cuando niño.

Por lo que sí, desde los 16 años fui un aprendiz de crítico, ya formando oraciones y juicios en mi cabeza, antes de convertirme en uno. No conozco otra forma de ser. Creo que intensifica mi goce de la música; nunca he sentido que la crítica o la teoría sea algo que te lleve a tener una relación más fría, desapegada con la música. De hecho, te lleva más profundo, eleva todo. Pero debo admitir que hay una manera en que ser un escritor-pensador me ha puesto en una relación trastocada; estoy encerrado en esta búsqueda por la novedad, en parte por el frenesí sónico que provoca lo novedoso, pero también porque genera nuevas ideas. 

Estoy siempre buscando, la manera en que la música puede hacer brotar nuevos arreglos de palabras en tu mente, temas e imágenes que no se sientan estancadas. Y esto me mueve hacia adelante, pues en cierto punto, incluso un género sumamente fértil y acelerado como, suponte, el jungle en los 90s, terminará eventualmente desacelerándose y cayendo en patrones establecidos. Como comentarista, eso me llevará a repetirme y esa es una sensación que no me gusta, de auto-predicción, el aletargamiento dentro del mecanismo de temas establecidos que tiene la mente. El género puede seguir produciendo material de cualidad, pero yo ya estaré listo para cambiar de tema, como escritor mucho más que como oyente.

Comencé a meterme con seriedad en la música durante el postpunk, que fue un momento febril tanto para la música, como para el discurso que la rodeaba. Es una droga bastante potente de probar cuando eres tan impresionable, susceptible y rebosante de idealismo e impaciencia. El efecto combinado de la rápida mutación de la música postpunk y la manera en que los escritores, en la NME, Sounds y Melody Maker, intentaban no sólo seguirles el ritmo a todos los cambios sino hacer que las cosas fueran aún más rápido, la combinación de todo eso es lo que yo llamo el quickening. Es una palabra anticuada que ya nadie usa hoy en día, quick significa estar vivo, como en the quick and the dead. Pero quickening me parece la palabra correcta para describir el efecto de esa combinación de estímulos sónicos y literarios en una mente joven: es una sobrecarga de potencia de electricidad cultural, de frenesí galvánico.

He estado persiguiendo esa sensación por el resto de mi vida. Si llegas a meterte en la música durante una de esas fases de al alza, puede que te quedes atrapado en un ritmo bipolar, tal como me pasó a mí. Un periodo de aceleración sostenida es seguido por un choque, una desaceleración terrible, la escena se vuelve aletargada y dispar. Eso es lo que pasó a mediados de los ochenta, en lo que yo llamo la Era de la Música Mala. Luego las cosas tomaron vuelo de nuevo y se volvieron desquiciadamente emocionantes de nuevo. Ese ritmo bipolar de alza y desplome puede ser bastante insalubre, de hecho, si llegas a tener tendencias maniacodepresivas, como las tenía mi pobre amigo y camarada Mark Fisher. Pero para alguien como yo que es naturalmente impasible, la combinación de música y escritura ha funcionado como una descarga eléctrica, regresándome a la vida una y otra vez.

Ezequiel
Hay un aspecto crucial que aún no hemos mencionado y que complementa la experiencia íntima que tu cuerpo o mente pueden obtener de una obra musical. Me refiero al aspecto social, relacional. Cuando pienso en el impacto que la música ha tenido en mi vida, a duras penas puedo reducirlo a una experiencia de escucha privada. Por supuesto, tal como el resto de nosotros, he tenido varios momentos epifánicos donde el descubrimiento de alguna canción o artista ha resultado en la expansión de mis puertas de la percepción: la revelación de ciertas posibilidades estéticas totalmente impensadas hasta ese momento. Pero por sobre todo, la música siempre ha conllevado, al mismo tiempo que una experiencia sensorial, el acceso a un mundo de intercambios culturales, la posibilidad de hacer nuevos amigos, embarcarse en nuevos proyectos, enriquecer tus redes.

Durante mi adolescencia solía ir a un parque cerca de mi casa donde se realizaba una feria de libros y discos. Cuando empecé a ir, principalmente buscaba bandas hardcore, cosas como Minor Threat, Dead Kennedys, D.O.A., etc. Pero pronto, como resultado del intercambio con los vendedores de discos o los amigos que fui haciendo allí, mi horizonte musical se expandió considerablemente: descubrí el dub, el garage, el postpunk. Por alguna razón, la música moviliza esa curiosidad (uno siempre necesita más) y también la necesidad de compartir esos descubrimientos con otras personas. Puede que tenga que ver con ese carácter inefable de la música: las emociones que genera son a veces tan difíciles de entender, tan complejas y profundas, que sentimos la necesidad de compartirla con otros para verificar, de alguna manera, que hay algo de objetivo en esa experiencia. Rápidamente uno termina convirtiéndose en el predicador de sus propias pasiones musicales.

Esto me lleva de vuelta a la primera reflexión de Simon sobre la necesidad de pensar públicamente la música. ¿Necesitamos acaso este pensamiento público para darle un sentido social a nuestras emociones más íntimas? Recuerdo cuando empezaron a surgir los blogs musicales a principios de los 2000. En muy poco tiempo aparecieron incontables blogs en torno a las más microescenas más diversas y sobredocumentadas, de los que podías descargar los discos más esotéricos de todos los rincones del mundo. Frente a esta sobrecarga de información, inevitablemente uno se preguntaba qué es lo que motivaba a todos estos héroes de la cibercultura a tomarse el esfuerzo de subir todos estos discos con sus respectivas carátulas y breves reseñas históricas. Podía tener algo que ver quizás con la reputación, pero la mayoría de estos blogs eran anónimos, y aparte, muy pocos de ellos lograban alcanzar algún tipo de notoriedad. La respuesta correcta pareciera ser, entonces, que realizaban este esfuerzo simplemente por la necesidad de compartir la música que los apasionaba, de cultivar una cierta subcultura. Por supuesto, uno podría decir lo mismo respecto a la literatura, el cine o incluso los deportes. Pero creo que la tendencia de la música a causar esa necesidad por compartir tu experiencia personal y construir una identidad en torno a cierto consumo cultural es en cierta medida superior a la de cualquier otra forma de arte.

Simon
Sí, tienes razón, hay mucho más en la música y en pensar la música que tan solo esta experiencia individualizada de arrebato o el frenesí de ideas en la cabeza de uno. No es sólo esta cosa narcótica. El mero hecho de escribir sobre música presupone a la gente leyéndolo, la existencia de algún tipo de audiencia y no sólo como un receptor de ideas, sino una audiencia que se involucre críticamente con los textos, construyendo a partir de ellos o discrepando de ellos. Hasta el blogger más solitario está involucrado en un acto de comunicación que descansa, hasta cierto punto, en la noción de una comunidad que se encuentra allá afuera.

Uno de los atractivos de la prensa musical británica como lugar de trabajo era la idea de que si yo lograba entrar allí, podría encontrar gente con quién conversar que estaría entrando a un espacio de discusión y entusiasmo compartido. Y también de antagonismo, un ambiente que se alimentaba, en cierto sentido, por las chispas que saltaban de la fricción, del choque de ideas. La prensa musical funcionaba como un espacio en el que la competencia (todos estos jóvenes egos buscando dejar su marca y distinguirse de cierta manera) y la colaboración estaban muy bien equilibradas.

Si pienso en los tiempos en que fui más feliz durante mi vida laboral, fue en los periodos en los que participaba de un equipo comprometido con un proyecto colectivo. Cuando tenía poco más de veinte años, mis amigos y yo manejábamos nuestra propia revista, Monitor. Éramos ex-estudiantes que vivían del Seguro de Cesantía, pero la revista era algo similar a crearnos un empleo, un propósito. Se generaba una tremenda energía colectiva cuando tirábamos para el mismo lado con el fin de terminar un número y lanzarlo al mundo. Y también una fermentación de ideas entre nosotros, un artículo escrito por alguno podría generar una respuesta o una expansión por otro de nosotros en el siguiente número.

Unos años más tarde tuve la experiencia de trabajar en Melody Maker, uno de los semanales musicales, y estar directamente involucrado en el establecimiento de un nuevo rumbo, la sensación renacida de una energía intelectual, una emoción escalante sobre las bandas underground y las direcciones emergentes de la música. En esos tiempos, antes del email, los escritores tenían que llevar sus textos físicamente a la oficina, por lo que había un cuartel central de socialización y discusión cara a cara, bebiendo y pensando en voz alta. Esta vibra institucional es algo que he visto desaparecer gradualmente en las revistas durante los noventas, en la medida en que los escritores empezaron a enviar su trabajo remotamente y nunca se encontraban entre ellos o con el equipo de la revista. Luego, cerca de los 2000, podías llegar a la oficina de una revista y se iba a parecer a un barco pirata, un par de miembros del equipo editorial, a menudo sin música de fondo, o bien sonando muy bajito.

Y luego, la tercera vez que tuve la sensación de formar parte de una comunidad de pensamiento en torno a la música –con ese balance de la competencia friccional versus una influencia recíproca– fue en los primeros días de los blogs. No los blogs de descarga a los que se refiere Ezequiel, sino al circuito que incluía a K-punk, Woebot, y muchos otros. Una vez más estaba ahí ese sentimiento de propósito común, aunque fuera indefinido, esa sensación eléctrica a la que antes me refería como el quickening. Lo que descubrí que es un concepto anticuado para referirse al momento en que la madre puede sentir por primera vez al bebé que aún no ha nacido. Pero eso lo hace aún mejor, porque describe el rumbo que la escena musical, que ha sido siempre una combinación de creatividad cultural y el discurso crítico en torno de la música, puede tomar a lo largo de estas fases de entropía, cuando todo se siente desigual y esparcido, un aletargamiento terrible que puede parecer similar a la muerte. Y luego, repentinamente, todo vuelve a sentirse vivo y vibrante una vez más. Las cosas empiezan a moverse. Y este quickening es un sentimiento colectivo como algo propio de tu sistema nervioso.

Por eso, una cosa que aún veo con esperanza en las revistas musicales es cuando parecieran ser una central de energía, una publicación se convierte en un polo de atracción para un grupo de mentes vivaces y peculiares, que se inspiran las unas a las otras en una manera colaborativa y competitiva al mismo tiempo. Los editores pueden trabajar de la misma manera, tal como podemos ver con Repeater, en el Reino Unido, la cual, de hecho, fue un intento de construir sobre la energía de la escena del blog durante el principio del siglo XXI y reencauzarla hacia proyectos más grandes y de mayor duración. No suelo ver esto a menudo en otras revistas, probablemente una de las últimas, en términos musicales, fue Tiny Mix Tapes, que ahora se ha sumido en una suerte de hibernación indefinida, pero que definitivamente tuvo una identidad colectiva durante bastante tiempo.

Es más difícil crear y mantener una central de sinergia intelectual y vibrante en la era del Internet, donde la gente no se junta tanto en persona. Pero quizás la crisis actual y el aislamiento forzado de la gente esté acelerando el proceso mediante el cual encontremos formas inventivas de crear comunidades virtuales de ideas.

Ezequiel
Mientras terminamos con esta conversación llegan las noticias del brutal asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis. Casualmente me entero que Big Floyd, como lo llamaban sus amigos, era parte de la Screwed Up Click, la familia musical de Dj Screw. No puedo dejar de pensar en sus últimas palabras, “I can´t breath” y en la relación que hay entre la respiración, la poesía y el ritmo. Y en cómo la música puede ser de alguna manera un ejercicio para respirar con los otros, crear comunidad, habitar los barrios y las calles de un modo estrictamente no-policial. No sé si será cierto, pero hay algo de poético en eso que cuentan de que ayer Anonymous hackeo las radios policiales de Minneapolis para que suene ininterrumpidamente “Fuck the police”.

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