Rockdelux 2004

Nader Cabezas

La casa donde vivíamos no tenía cielo falso. Mirabas hacia arriba y solo veías tablas sucias y telarañas. A veces me acostaba en el sofá y pensaba en conseguir una escalera para limpiar todo. Luego pensaba que sería un trabajo inútil, porque el verdadero problema era el techo de asbesto. Cómo odiaba esa casa esquina.

Había que salir a conseguir leña en ese entonces,  y a veces la madera venía húmeda y llena de gusanos. Tenías que conformarte con pasar horas tratando de prender esa leña llena de agua. La mayor parte del tiempo no tenía duda de que vivíamos en un pueblo de granujas, salvo excepciones. Una de ellas era el negro, que atendía el quiosco frente a la plaza. Al negro lo ubicaba de hace muchos años, cuando pasaba por ahí de vuelta del colegio. Lo recuerdo muy serio a principios de los 90, con sus hijos jugando alrededor del kiosko. Puede que mi mamá le haya hecho clases a alguno de ellos. 

Siempre compraba las Rockdelux en el kiosko del negro. Digo siempre pero debería decir eventualmente porque la revista llegaba con un desfase de seis meses como mínimo. Cada vez que pasaba por ahí y veía una portada nueva (estoy pensando en una portada furiosamente amarilla con The Strokes en un día especialmente gris) me sentía como un niño y me acercaba a la ventanilla y hablaba con el negro, que me fiaba sin reparo. Para el negro yo era el profe, porque trabajaba haciendo clases en una universidad de mala muerte. Había tomado el lugar de mi madre en esa ciudad de calles angostas y tal vez el negro me respetaba por eso.

La revista traía un cedé de regalo y muchas reseñas de bandas que no tenía cómo escuchar (era imposible pillarlas en el internet del 2004), pero leía todo de principio a fin, en un loop que duraba meses hasta comprar la próxima revista, que a veces no llegaba debido a situaciones en el puerto (la revista venía en barco) o causas geopolíticas que el negro describía en detalle. Sin duda, el momento que más apreciaba era el de los especiales internacionales, que coincidían con aquellos veranos secos en los que no tenía sueldo (trabajaba a honorarios) y tenía que arreglármelas para mantener una familia y sonreír (porque era verano). Recuerdo haber escuchado por primera vez a Death Cab for Cutie, con Title and Registration. Ahora mismo la busco en youtube y lo primero que veo es este comentario de hace 5 años: 

Mi padre alcohólico me echó de casa hace dos años y tuve que conducir solo por todo Estados Unidos, de un extremo a otro en cuatro días. Esta canción siempre me recuerda ese período. Estoy orgulloso de haberlo logrado. 

Yo no tengo algo tan épico para traer a colación a propósito de la canción. Solo unas vacaciones que pasamos con mi ex mujer y nuestra hija pequeña, en un departamento lleno de pulgas de Viña del Mar, estadía que mi mal carácter de entonces seguramente hizo más difícil.

Me sabía de memoria las fotos de las entrevistas. Tengo grabada la cara de John Moffat de Arab Strap con un gorro de lana, haciendo dedo y diciendo que había descubierto que su mujer también miraba a otros hombres, la cara desquiciada de John Lydon al lado de un foco de jardín en un especial sobre Public Image Ltd. y el post punk, la mirada asesina de Mala Rodríguez sentada a la entrada de una casa, usando sandalias de veranos inalcanzables, apoyando el mentón en su mano izquierda y cubriéndose la boca con sus dedos. 

Leía una y otra vez las críticas de conciertos y sentía que era como estar ahí. Puede sonar ingenuo, pero si vives en un lugar donde ese tipo de cosas no existen, tu imaginación hace todo el trabajo. Podía hablarte de una sala de conciertos en España sin haber puesto pie en ella o hablarte de las circunstancias de grabación de un disco sin haberlo escuchado jamás. De esa manera fui construyendo una fantasía, una especie de Good Bye, Lenin! donde yo era a la vez la mujer que cae en coma y el hijo que se esfuerza por hacerla vivir en una realidad a la medida. 

Eso significaba Rockdelux para mí en esos años. Me transmitía esa energía única que tiene la música cuando estás viviendo un infierno personal (y sí, tal vez fui ese tipo atravesando un país, solo, con un único disco en loop), cuando parece no haber nadie a quien mostrarle las maravillas que se descubren y te conformas con escuchar algún disco de Rough Trade mirando techos llenos de polvo. 

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