
“Al observar al equipo completo cuadrarse unánimemente del lado de un idealismo que promete si no desamparo, al menos incertidumbre, no se puede hacer más que sacarse el sombrero mientras contemplamos el sino trágico de los tiempos que corren”
Horacio Ferro
El mundo se ha vuelto un lugar hostil para el pensamiento crítico. En particular el pensamiento crítico de las artes, donde una aproximación pragmática propia del liberalismo estadounidense reduce cualquier posibilidad de valor, ya sea estético, patrimonial u otro, a una mera especulación sobre la rentabilidad de la obra. Como resultado, la supervivencia del artista puede tornarse muy precaria si es que opta por cualquier cosa que no sea buscar refugio en la academia, o bien subirse al carro de la producción mecanizada al que obliga la industrialización de la cultura.
En cuanto a este último, recuerdo haber asistido el año pasado a la gala de una de una de las instancias cinematográficas más relevantes del acontecer santiaguino y haber salido alarmado tras escuchar hablar al Subsecretario de Cultura y las Artes acerca del impacto que la industria del cine tiene sobre el Producto Interno Bruto del país: un 2,8%. La cifra se me quedó grabada de tanto que la repitieron al mismo tiempo que reforzaban cómo este valor creaba un nicho laboral relevante para el gremio. En dos horas de inauguración nadie habló de propuesta estética, de discursos cinematográficos, ni se hizo referencia siquiera al contenido de las películas que serían exhibidas. No era lo importante, lo importante era el mercado cinematográfico. El mercado.
Lo mismo ocurre en la vereda opuesta, la de quienes piensan el arte, donde cada vez resulta más difícil encontrar un medio enfocado a un público general que se interese, o pueda permitirse publicar artículos que no estén puestos al servicio de esta maquinaria comercial, si es que no derechamente pensados como una plataforma publicitaria sin más trasfondo. Este es el panorama ante el cuál se vio enfrentado el equipo de redactores de Cahiers du Cinema cuando hace un par de meses renunciaron colectivamente a sus puestos de trabajo.
Cahiers du Cinema (en francés, literalmente, Cuadernos sobre Cine) fue una revista especializada en cine fundada en 1951, que tiene el valor histórico de haber sido el primer medio, o el más relevante, en considerar el cine como un objeto digno de una reflexión discursiva, seria y profunda; un tratamiento que la música demoraría aún unos diez o quince años más en recibir.
André Bazin, el cabecilla entre sus fundadores, fue el responsable de establecer una trinchera teórica que permitiera abordar críticamente el estado del arte del cine comercial francés, al que consideraba sobre estilizado y aburrido, junto con apreciar en la trayectoria de ciertos cineastas, como Alfred Hitchcock ese rasgo autoral que hoy en día nos parece incuestionable en sus figuras.
Estos lineamientos ideológicos avivaron el intelecto de la generación más joven de críticos dentro de la revista, tales como Jean-Luc Godard, François Truffaut y Jacques Rivette; quienes no sólo los llevarían al extremo en términos teóricos, sino que crearían poco después lo que sería conocido como la Nueva Ola Francesa. Dicho movimiento cinematográfico, estético y político partió tomando por asalto la escena nacional y rápidamente influenció a la nueva generación de cineastas hollywoodenses, agrupación configurada por Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, William Friedkin, entre otros, afectando irreversiblemente la manera en que se hace y se entiende el cine a nivel mundial.
A lo largo de la medio siglo que separa esos hechos del presente, la revista pasó por varios periodos bastante disímiles, incluyendo una fase de intransigencia maoísta que alienó a gran parte de su público, pero lo que siempre primó, como rasgo identitario fue una independencia intelectual por parte de sus periodistas: aquello que Bazin denominó “la política de los autores” operaba tanto a nivel de autoría cinematográfica como de autoría crítica, y es esta independencia la que hoy en día se vio puesta en jaque.
En una época en que la precarización laboral y los intereses corporativos determinan y alienan como nunca antes la producción de quienes utilizamos nuestro intelecto como herramienta de trabajo, sobrecoge ponerse en la disyuntiva entre estabilidad laboral e integridad profesional que plantea este grupo de trabajadores en su carta de renuncia y, al observar al equipo completo cuadrarse unánimemente del lado de un idealismo que promete si no desamparo, al menos incertidumbre, no se puede hacer más que sacarse el sombrero mientras contemplamos el sino trágico de los tiempos que corren.