
Por Horacio Ferro.
El cambio de siglo trajo consigo un giro inédito y radical dentro de la manera en que la humanidad interactúa consigo misma y en la manera en que se consume la información. Esto es especialmente cierto en el caso de las artes audiovisuales, donde experiencias estéticas que antes estaban mediadas y limitadas por la disponibilidad del mercado: para poder tener acceso, por ejemplo, a un álbum de música camboyana sesentera uno tenía que tener la suerte improbable de que una distribuidora hubiera importado físicamente los discos a tu país y lo vendiera en tu disquería local, mientras que hoy en día tan solo hace falta pinchar sobre el hipervínculo que aparece en esta misma oración.
Esta inmediatización del acceso a la obra que implicó la creación del mundo virtual y la caída de las barreras territoriales puso de cabeza el mecanismo mediante el cual se establecían las tendencias y su comportamiento. Donde antes había un modelo corporativo que dictaba –a través, justamente del control de los medios– qué, dónde, y hasta qué punto se había de consumir en determinado momento de la historia, ahora existe un acceso caótico y masivo al contenido que cada individuo quiera acceder, en el momento que quiera hacerlo. Para no perder totalmente el control sobre el comportamiento este nicho de mercado, las corporaciones diseñaron un algoritmo que ingresa todos estos datos a una caja de resonancia, dentro de la cual las búsquedas más recurrentes se van reforzando entre sí, de manera tal que uno puede identificar una tendencia de consumo.
Este algoritmo está pensado para operar a dos niveles. El primero, global, es poder determinar las tendencias de consumo y poder reaccionar a ellas, para generar nuevo contenido que permita capitalizar estos datos. El segundo, particular, es la oportunidad de personalizar el motor de búsqueda acorde a la experiencia de cada usuario de las redes sociales, de manera tal de acomodar las sugerencias que la red le ofrece a este individuo en particular a partir de sus gustos, y por supuesto, configurar al mismo tiempo su perfil de consumidor para uso interno de la empresa.
Sin embargo, estas no han sido las únicas dos consecuencias que han resultado de este algoritmo. De manera colateral, esta caja de resonancia ha producido acoples aleatorios que, tras una seguidilla de repeticiones del proceso, han llegado a reforzarse lo suficiente como para figurar dentro de las tendencias, pese a que nadie las haya estado buscando activamente. En simple, canciones o discos que se encontraban fuera del radar desde hace décadas han saltado repentinamente a la fama en los últimos años, llegando incluso en algunos casos a gozar de una mayor popularidad de la que tuvieron en su tiempo.
La primera vez que recuerdo haber presenciado este fenómeno fue el 2013, cuando de un día para otro, Youtube comenzó sugerirle insistentemente a medio mundo, incluyéndome, que escuchara el álbum “Through the Looking Glass” (1983), un disco ambiental basado en la obra del pintor naïf Henri Rousseau, publicado por Midori Takada, una compositora y percusionista japonesa que se inserta dentro de la tradición minimalista de Steve Reich y Terry Riley. El disco, que había pasado más bien desapercibido cuando se publicó hace treinta años, obtuvo rápidamente más de dos millones de reproducciones, y la curiosidad en torno a esta joya hasta ayer desconocida tuvo consecuencias arrasantes para la carrera apacible de Takada: se planificó un nuevo tiraje de vinilos –editados finalmente el 2017 por We Release Whatever The Fuck We Want Records–, mientras que el precio de los originales se disparó por sobre los mil dólares. Hacia finales de año, “Through the Looking Glass” era el segundo disco más vendido en Discogs, superado solamente por “OK Computer” (1998) de Radiohead, y Takada se encontraba girando por Europa, con una agenda llena de conciertos.
Si bien Haroumi Hosono cuenta con una carrera solista sólida en Japón tras la separación de Yellow Magic Orchestra –el trio de rock progresivo que tenía junto a Yukihiro Takahashi y Ryuichi Sakamoto–, el 2017, una de las entradas más recónditas de su obra, “Watering a Flower” (1984), un disco que es el resultado de una alianza fallida entre el compositor y la multitienda Muji para realizar piezas de música ambiental que expandieran la experiencia de consumo de los clientes de la tienda, también recibió este tratamiento, y de la nada, empezó a aparecer en el feed de casi todos los consumidores de música alternativa. Es cosa de escuchar el disco un rato para caer en cuenta de lo extraño que es que una obra tan particularmente obtusa pueda popularizarse de la manera que lo hizo, un pensamiento inversamente proporcional al entendimiento de por qué el trato con el gigante del retail asiático no llegó a buen puerto.
Hacia el año 2018 fue el turno esta vez no de un álbum, sino de la canción “Plastic Love” (1984) de Mariya Takeuchi. Takeuchi fue uno de los mayores exponentes del llamado City Pop, un género musical que tuvo lugar en un momento y un lugar muy específicos: mediados de los ochentas, en Tokio. El género, que celebraba el esplendor de una vida urbana derivada de la prosperidad industrial alcanzada por Japón a fines de la década pasada, nunca tuvo mucha llegada realmente más allá de la capital nipona, donde poco después, al disiparse los efectos del boom económico, su temática quedó obsoleta y fue desplazada en seguida por otras tendencias y estéticas que fueron más duraderas en el imaginario popular, tales como el J-Pop. Sin embargo, al igual que en los casos anteriores, resultó inexplicablemente privilegiada por el algoritmo de Youtube, y al sonar de fondo durante la redacción de este texto, sumamos la reproducción número 36.912.257 de la canción, cuyo renovado éxito llevó a Takeuchi a finalmente lanzar un videoclip para el single, 34 años después de su estreno original.
Desde el 2013 hasta ahora la frecuencia de este tipo de falsos positivos dentro del diagnóstico de las tendencias musicales ha ido en aumento, y en retrospectiva, se puede encontrar un cierto factor común dentro de esta curatoría tangencial del algoritmo. En primer lugar, se tratan de tres obras japonesas de mediados de los ochentas. Por otro lado, tanto el género Ambient de los primeros dos casos, como el City Pop del último son parte de materias primas del Vaporwave, un género musical oriundo propiamente tal del internet, y que es, sin lugar a dudas el más autoconsciente del complejo sistema de referencias dentro del que se inserta.
Es interesante pensar, pese a poder equivocarnos, que dentro de una época que tiene al alcance de la mano una riqueza patrimonial hasta hace poco inimaginable, exista un algoritmo que no solo sea capaz de describir tendencias, sino de realizar una arqueología de dichas tendencias. Y como la lógica que sigue es la de refinamiento de los datos mediante la aplicación de la mayor cantidad de iteraciones posibles –algo así como el pedigree de los perros, por aterrizarlo de alguna manera–, sería una expectativa bastante sensata la de esperar que en el futuro este fenómeno no haga más que agudizarse y agudizarse.