
La violencia del sonido, el desarraigo territorial, las marcas que duelen o el viento y sus posibilidades. son parte de las búsquedas de Alejandra Pérez, artista noise, psicóloga, licenciada en estética, magister de Arte en Diseño de Medios y doctora en Medios de la Creación, y quien se reunió con nosotros para hablar de ruidismo y Estallido Social.
Por Sebastián Herrera
Arma acústica no letal. Esa es la definición de la Long Range Acoustic Devise (LRAD), un cañón diseñado en el pentágono y que tiene su mayor uso en la segunda guerra de Irak. Su sonido se emite en un haz de 30–60° a 2,5 kHz. Su nivel de presión puede provocar desde zumbidos, daño permanente del oído, o la pérdida temporal de la vista. No hay información clara de su uso en nuestro país, aunque después del informe Human Rights Watch, dado a conocer el 26 de noviembre de 2019 y en el que se expusieron diferentes casos de violación a los Derechos Humanos, uso indiscriminado de armas e incumplimiento de los protocolos durante el periodo de revueltas, el gobierno analizó la implementación de este tipo de “armas no letales” para el uso de Carabineros. Un daño contralado, quizás, ¿pero es eso posible?
El noise o ruidismo es una estética, por tanto, política de la música. Más que controlar, como en la pregunta anterior, lo que busca es ingresar el ruido dentro del entendimiento musical, cuestionando la distinción que se hace de él en las prácticas convencionales del sonido y música. En el ruidismo todo es musical, con la posibilidad de afectar a otros y otras a través de frecuencias. Más que forzar su control es ingresarlo, visibilizarlo y aceptarlo. Bajo esta lógica, el cañón LRAD es un disfraz, una forma de camuflar e ingresar la violencia. No de entenderla, sino más bien, reducirla y eliminarla en función a conveniencias, prevaleciendo una violencia sobre otra, un poder sobre otro, un cuerpo sobre otro, un modo de vida sobre otras formas de vida.
Diego Sztultwark en su libro, “La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político” (Caja Negra, 2019), describió el proceso revolucionario que vive la región como una búsqueda por reescribir la vida, los lazos sociales, el uso del tiempo e, incluso, las amistades. La exploración hoy tiene que ver con separar los modos de las formas, en el sentido de que es necesario separar el “modo” en que el neoliberalismo actúa en nuestras vidas, para dar paso a nuevas “formas” de autonomía. En medio, entre el paso de uno y otro, está la violencia y malestar. El ruido tiene mucho de este proceso, en la medida que hay un “modo” en que la industria musical ha concebido los parámetros sobre qué es y no música y micropolíticas marginales y minoritarias, que actúan desde los bordes y límites, intentando que se reconozcan sus “formas” de expresar el sonido.
“En España con un amigo, Nicolás Orellana, hicimos grabaciones de ciudades, hablábamos de ritmoanálisis y de la producción del espacio según André Lefevre. Ahí comencé a entender el ruido como atmósfera. Empecé a coleccionar ciudades y a buscar sus huellas sonoras. Esto me hizo viajar, mi idea era entender cuándo se termina esa exploración psicogeográfica del ambiente sonoro, dónde se acaba y cómo suena su límite”, cuenta Alejandra Pérez.
El territorio también vive de fronteras, de zonas en tensión y en continua pugna. El totalitarismo centralista que busca ser parámetro de las singularidades de la región. Nuestro país, por ejemplo, vive de extremos, sin embargo, sus políticas invisibilizan esta condición. Hay una aproximación que reúne todo esto. El malestar, la violencia, el territorio, el cuerpo y el sonido: la blanca y deslavada imagen de Chile. Tal vez, toda imagen del Estallido Social es una forma de describir el hielo, una aproximación a la muerte, a la idea rilkeana, como dijo alguna vez la poeta Stella Díaz Varín, es decir, blanca como la nieve o como la membrana del ojo, o blanco, como una postal de Punta Arenas, ahí, donde el busto de José Menéndez, sindicado por muchos como el real exterminador del pueblo selk’nam en la Patagonia, fue arrancado y puesto a los pies del indio patagón, en una demostración simbólica del descontento social. “Esto me ha impactado a través de los medios alternativos. Lo que he hecho es hacerles un seguimiento para poder entender lo que ocurre. Lo que más me ha alertado como persona practicante del noise, son el tipo de arma que ha usado la policía, como el cañón LRAD, Long Range Acoustic Device”, explica otra vez Pérez.
Alejandra es licenciada en Estética por la Universidad Católica de Chile, Psicóloga de la misma casa de estudios, Magíster de Arte en Diseño de Medios por el Instituto Piet Zwart de Rotterdam y Doctora (PhD) en Medios de la Creación (Creative Media) por la Universidad de Westminster en Londres. Aunque sus estudios son suficiente razón para comenzar un diálogo, nuestro acercamiento tiene que ver con algo más universal: el ruido. Es conocida por su proyecto Pueblo de China y su trabajo podría considerarse como noise. “El noise está incorporado en mí. No es algo premeditado, es parte constitutiva de mi biografía. Lo atribuyo a mi vida temprana en Magallanes. La gente que no es de acá no puede salir, porque se desorienta completamente. El ruido es ensordecedor. Sin embargo, sé convivir con eso. Soy de aquí, nosotros jugábamos en ese entorno, entonces, entiendo esa afinidad o, más que entender, la consigo disfrutar”.
Desde hace un tiempo que está nuevamente asentada en Punta Arenas, aunque su vida ha sido más bien un tránsito constante, como dibujar una cartografía errante, o buscar las formas de vida que el arte priva. En 1991 llegó a Santiago, siete años más tarde a Madrid, el 98; un año después, Barcelona; en el 2003, Holanda; luego, el 2006, volvió a Barcelona; para reencontrarse con Chile el 2008, donde transformó a Valparaíso en su base; más tarde, el 2014, voló a Londres y, volvió, finalmente, el 2018 a Punta Arenas. “No ha sido un viaje en primera clase. No vengo de una familia de plata. Es un viaje bien de mochila, quedándote en casa de amigos. De hecho, ya no viajo, ahora estoy tratando de tener algo más estable, porque es mucho el esfuerzo: no tienes casa estable, ni tampoco tienes una dirección. Sé que hay artos artistas que viven así, porque no hay otra, y uno se va movimiento de subvención en subvención. En Europa era más fácil, nunca te quedabas vacío como acá. Estos viajes han salido de ese modo. Ha sido la forma en que he solucionado mi vida, de otra manera no hubiese podido seguir trabajando. Muchas veces me fui sin querer hacerlo, pero en este país es muy difícil vivir si tú haces cosas en los márgenes”, explica.
“En mi paso por Barcelona tuve una residencia. Ahí conocí a Martin Hug, que es una artista e ingeniero suizo que vive en Barcelona y que es experto en electrónica. El diseñó un artefacto para mí, que es un conjunto de sensores: ultravioleta, temperatura, sonido y humedad. Estos envían señales inalámbricamente a mi computador, de ese modo, puedo dibujar gráficos. Fue algo muy interesante, porque comencé a pensar el sonido en otros términos, ayudándome a entender, por ejemplo, de qué forma traducir la radiación ultravioleta en sonido. A raíz de estos artefactos estoy usando un amplificador de microvoltaje con el que censo masa en fermentación, incorporando, al sonido, componentes no humanos”, detalla sobre sus investigaciones.
El noise duele, esa es su prístina belleza. A veces puede tomar la forma de un cuerpo hostil que busca, en la diferencia, el encuentro. La oscilante belleza de la revuelta, por ejemplo, tiene ese doble juego: por un lado, esa épica social que tiñe las calles de las micropolíticas que han surgido -o, más bien, se han visibilizado-, pero al mismo tiempo está ese otro lugar: la represión contra los mismos grupos, la violencia sobre el cuerpo social, político e intrínsecamente humano. “Ojos sobre Chile: Violencia policial y responsabilidad de mando durante el estallido social” fue el nombre del informe final de Amnistía Internacional. El documento concluyó que, los meses posteriores al 18 de octubre del 2019, los agentes policiales “infligieron dolores y sufrimientos graves a la población manifestante, con la intención de castigarla, dispersarla y con ello desarticular las manifestaciones”. La ciudad es un documento de la violencia. La historia siempre acumula el terror. “No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”, escribió Walter Benjamin. Hoy el país piensa resignificar el lenguaje ¿en cuál se escribirá el Chile que queremos vivir? y ¿cómo haremos para desafiar el orden? “No he estado activa en el hacer mismo de la calle. Pero sí ha coincidido con una reestructuración muy grande, que me tiene viendo las cosas de forma distinta”, continúa Alejandra. “Estoy volviendo a lo más básico. A mí no me gusta caer en la representación, entonces, he tratado de hacer noise con lo mínimo. Me he vinculado desde el año 2010 con el festival Asimetría (Arequipa), con el colectivo Aloardi de Lima. Creo que el vínculo más fuerte es con los noisers de Arequipa, como Cristián Se Suicidó, Warida libre y Marco Valdivia, quien organizaba además toquines Sudamericanos en Cusco con gente de Bolivia, Argentina, Ecuador y México. Este año participé del festival Reudo (Lima-Arequipa), que se hizo on-line, con generadores de ruido muy simples, una buena manera de entender la forma que hemos internalizado la revolución. El ruido más relevante es ese”.
Al día siguiente del estallido, Sebastián Piñera dijo: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. El llamado era a respaldar el trabajo de las Fuerzas Armadas y de las policías. Esto, luego de una jornada que dejó 8 muertos. El cuerpo es una caja de resonancias: “Estoy aquí en Punta Arena, tengo una mirada periférica de la rebelión. No se puede comparar lo de aquí con lo que se ha vivido en Santiago, Valparaíso o Concepción”, reflexiona Alejandra. “Por otra parte, yo no he estado activamente en la calle, pero los hechos sí han reconfigurado muchas cosas respecto a mi narración personal, y eso ha hecho que repercuta en todo lo que hago”.
En Chile, el cuerpo de lo estridente quitó el velo a la violencia. El 18 de octubre fue el despertar, pero también la vigilia del daño. En nuestro país, desde el comienzo de las revueltas sociales, lo bello y terrible convivieron en una postal permanente. Hasta marzo, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) catastró más de 3.800 personas heridas, de las que 1.628 corresponden a daños por uso de perdigones, 1.411 por golpes, 298 lacrimógenas, 193 balines, 53 bala y 196 con daños sin procedencia clara. Entre los heridos hay, además, 460 heridas oculares.
“Lo que representa de mejor forma el lugar que habito es el noise. Hemos tenido vientos de 100 kilómetros por hora, las rachas y los cambios sonoros son muy marcados, porque el viendo de pronto se agota, porque así, como aparece, también se va. Esas son las marcas sonoras de acá”, revela. La Estación Jorge Schythe, del Instituto de la Patagonia ha tenido registros de vientos por más de 170 km/h. Su magnitud y velocidad ha destruido vidrios, automóviles, viviendas y ha dejado algunas decenas de heridos. “Justo hay rumores de que van a usar el arma de disuasión sonora en Valpo”, me escribe Alejandra, algunas horas más tarde de hacer la entrevista, haciendo alusión al LRDA. La violencia de esta arma, quizás, solo puede ser realmente pesquisable por quien habita en el desgarro, en el sonido y en el viento de un paisaje en permanente tensión.