
A 50 años de esa utopía cultural instalada por Salvador Allende, a poco más de un año del estallido social, conversamos con la periodista, Marisol García, para entender el valor del archivo sonoro creado en tiempos de revueltas.
Por Sebastián Herrera
La Nueva Canción Chilena fue uno de los claros legados que dejó la Unidad Popular (UP). En nuestra memoria más próxima aún resuena la canción social, capaz de describir un paisaje, dejar huellas, entablar un diálogo y discusión creativa, así como también reverbera la plasticidad estética, que permitió que el paisaje latinoamericano tuviera una mirada local. A raíz de los 50 años de la UP, el Centro para las Humanidades de la UDP, desarrolló una valiosa propuesta que buscó exhibir, rescatar y conversar con este período que se caracterizó por la ebullición, cruce, y una enorme producción artística, que vio a músicos, escritores, muralistas, cineastas, actores, dramaturgos, pintores, y un largo etc., confluyendo, colaborando y creando el sueño de un mundo nuevo.
El “Proyecto 50 años: la cultura en la Unidad Popular”, iniciativa impulsada bajo la dirección de Manuel Vicuña, la dirección artista de Camilo Yáñez, y la producción musical de Marisol García, permite revisitar un tiempo lleno de posibilidades y futuro. Es imposible no cruzar esto con lo que, desde el 18 de octubre, vivimos en Chile, con postales que en su gran mayoría hicieron una revisión de esa “vía chilena al socialismo” que pavimentó el tránsito a la creatividad, el arte, el discurso y la reflexión al servicio de la imaginación popular. “En octubre del 2019 hubo muchos fenómenos musicales muy curiosos e interesante que salieron a la luz, durante ese momento, la electrónica, por ejemplo, tuvo compilados que salieron como respuesta a la situación y que demostraron que los músicos, desde sus máquinas, querían incorporarse a la creación de ese proceso. No hay que olvidar que la música política es muy diversa, y permite separarnos de los clichés”, reflexiona Marisol García, periodista que ha contribuido a pensar la musical de nuestro país, haciendo cruces permanentes –y necesarios- entre los sonidos y su carga política, social e histórica. Desde los 90 ha sido una permanente grieta en el campo cultural, abriendo espacios para la música, tanto en medios tradicionales, como desde el margen e independencia. Hoy continúa su trabajo, desde Música Popular, creando una nueva posibilidad de escucha de nuestro paisaje. “Me tiene bien sorprendida que no se esté hablando más sobre estos 50 años de Allende. No teníamos por qué hacerlo desde el debate político o la apología, sino desde otra detención, que no tiene por qué esquivar el debate, al contrario, lo refuerza. Toda esta creación entorno al año setenta es fundamental, tanto en sus cauces más estudiados, como el de la Nueva Canción Chilena, además de otros cauces, como los del rock, donde se mezcló la raíz latinoamericana con la protesta”.
Es impensable, quizás, estudiar la cultura de la UP sin pasar por el cancionero, sin revisitar los discos, carátulas, y entrevistas de la época. Es prácticamente un deber, para cualquiera que se interese en el tema, detenerse en la creación, no como una suerte ademán a la cultura, sino como un registro tanto o más poderoso que la otra serie de archivos que se pueden investigar. Sin ir más lejos, el proceso musical del periodo, así como el del krautrock en Alemania, movimiento que surgió, prácticamente de forma paralela, permite entender las conexiones que existen entre la Nueva Canción Chilena, el apagón cultural de la dictadura, la apertura neoliberal de los noventa, y las revueltas sociales de nuestros tiempos. “Desde mi experiencia como periodista de música, se me hace natural y de Perogrullo. Es obvio que la música es un termómetro del tiempo y de los fenómenos sociales, pero nunca termino de recordar que hay que repetirlo constantemente. No se suele entender que los fenómenos sociales y políticos llevan siempre aparejado creaciones, que han sido incluso más elocuentes que la propia política, la estadística, o el periodismo, para retratar, más o menos, cómo y qué fue lo que ocurrió en la historia de Chile. Creo muy valioso tomar distancia de la retórica política más evidente”, continúa Marisol, “y hacer una suerte de cuestionamiento social desde otro legado, como Los Jaivas, los Blops, Congregación, Amerindios, etc. Es importante también que durante la UP se hayan construido estos espacios de libertad creativa que, en su momento, no fueron muy entendidos o, al menos, así parece cuando revisas la prensa de la época. Te das cuenta que entraban en conflicto con los periodistas más militantes, con un profundo maltrato dirigido a grupos como Los Jaivas, producto de un hipismo mal entendido, que impidió ver la instalación de un intento de fusión del rock eléctrico y la raíz sudamericana. Algo muy valioso e importante, porque no se había hecho de ese modo y, hasta ese momento, todavía el rock tenía que sonar gringo”.
Poco tiempo después de instalado la idea de arte aparejado al compromiso político, la utopía quedó en ruinas. Dos aviones Hawter Hunter fueron utilizados para el bombardeo de La Moneda. Durante el 11 de septiembre de 1973, el sonido de los proyectiles que impactaron el edificio fue un presagio de la manera en que se establecería la vida de los chilenos. La voz metálica de Salvador Allende se transformó en una atmósfera que se heredó por décadas. Qué oír, qué ver y qué hablar, fueron preguntas tácitas al momento de pensar la coyuntura, donde la ilegalidad fue el modo de inventar la libertad. A casi 50 años de este acontecimiento, la recuperación del espacio público durante el “estallido” fue una vuelta al origen que permitió reencontrar los sonidos de la ciudad, y convertir los monumentos en cajas de resonancias, donde el ambiente sostenía una diversa intensidad, que podían ir desde el ruido más intenso a noches de un ceremonial silencio.
Tal vez, aún falta tiempo para encontrar el archivo que compilará los sonidos de la revuelta. Sin embargo, lo cierto es que la música ha sido una suerte de documento. “Hay varias marcas que dejó la cultura de la UP, una de las más evidente es el uso de determinados instrumentos. En Chile comienzan a llegar algunos que no estaban incorporados a la canción popular, como el charango, o el cuatro venezolano que, finalmente, se incorporaron por completo, siendo parte de tipos de sonidos y composiciones”, relata Marisol, “hay timbres inspirados en este periodo, así como hay casos inéditos, como la colaboración de músicos de formación docta con populares. La cantata fue un vehículo de eso, pero también hubo canciones populares que fueron compuestas por músicos con formación de conservatorio. Los mejores ejemplos son Sergio Ortega y Luis Advis, músicos formados en la tradición docta, con trabajo en el mundo universitario, o de orquesta y que durante los años de la Nueva Canción y de la UP hicieron el cruce con conjuntos populares, levantando cantatas como la de Santa María, o el Canto para una semilla. Sin embargo, no hay que olvidar que la canción de la UP, también tuvo algo bien valioso para el rock, no para el rock imitativo, ni colonizado, ni gringo, sino para un rock que estaba en una búsqueda de rasgos locales, que incorporan ciertas sonoridades latinoamericanas”.
La Discoteca del Cantar Popular (DICAP) fue, hasta 1973, el gran archivo sonoro de un país que imaginaba un mundo posible. La recuperación de la tradición folklórica de Chile, fusionada con ritmos latinoamericanos y líricas de gran contenido social, se convirtieron en parte de la línea discursiva del sello, el cual publicó más de sesenta discos, que representaron cerca del 30 por ciento del mercado discográfico nacional: “DICAP es bien importante y relevante, así como también Odeon. Lo que pasó con DICAP es que fue un experimento bien particular de las Juventudes Comunistas que se conceptualizó, desde el inicio, como un sello que no solo acogería al cancionero de contenido social, sino que tendría un estilo de trabajo, dinámica de publicaciones, y un estilo gráfico acorde a esa búsqueda, la cual fue muy diversa. Un ejemplo de esto fue el primer disco de los Blops. El proyecto se terminó manejando tan bien que es comparable a lo que hizo Quimantú desde el lado editorial. Más allá de esto, es importante tener claro que no es lo único, hay un cancionero potente que estaba por fuera de DICAP, que hizo que ésta fuera la mejor síntesis, pero no lo único, hubo varios sellos que hicieron cosas importantes de revisar”.
Con la llegada de Pinochet, nombres como Quilapayún, Víctor Jara, Inti-Illimani, Isabel Parra o Margot Loyola, se transformaron en artistas cuyo trabajo fue incautado y destruido a manos de los militares. El gobierno de facto destruyó, no solo un enorme catálogo, sino también puso freno a un ideal que se convertía en realidad. Su afán por borrar e higienizar el imaginario de la Unidad Popular tienen grandes ecos hoy, sin ir más lejos, la ciudad ocupada por la revuelta tuvo una suerte no muy distinta: durante la medianoche del 19 de marzo, y aprovechando el Estado de Catástrofe impuesto por el gobierno, a raíz del avance del coronavirus, la “zona cero”, lugar intervenido con los sonidos y expresiones del malestar, fue limpiado y repintado, borrando cualquier marca del descontento. Las preguntas inmediatas fueron qué archivo guardará los acontecimientos y cómo se construirá el relato de la revuelta: “La capacidad de hacer crónica y retrato es una característica de la canción social, la mejor canción social y eso lo ha demostrado Violeta Parra, Patricio Manns, Víctor Jara, Jorge González, algo tiene de una lucidez extraordinaria que hace que proponga temas y miradas que consiguen estar vigente muchos años después, como si fuera adelantado, como si pudieran mirar y superar el debate contingente e inmediato y dejar instalados temas más amplios. Porque pasa el tiempo y se afirman. Violeta Parra es un gran ejemplo de eso, no tiene ninguna canción que uno pueda decir que está pasada de moda”.
En los muros aún resuenan los acordes de “El baile de los que sobran”, las intervenciones de la Barricada Sonora, la conmemoración del colectivo Chusca, las performances de Las Tesis, los conciertos de rock improvisados en los balcones de Providencia, las protestas de MonLaferte, las canciones de Anita Tijoux, la burla de Alex Anwandter, los compilados de la escena electrónica, los tambores, loops de piedras sobre las planchas de metal, cacerolazos, cánticos, y consignas; el diverso universo sonoro tuvo su origen desde múltiples estéticas, confirmando lo dúctil de la canción social: “No me acomoda mucho el termino canción de protesta, porque, de partida, no toda la canción social implica una denuncia, lo que importa es que vaya más allá. Por ejemplo, soy admiradora de la canción de amor, la canción cebolla, hice un libro al respecto. Me parece que también es un cauce identitario para Chile, pero la canción no siempre tiene que ser de amor, o no en esos códigos. Al menos yo, busco la canción crónica, de personajes, la canción retrato, que muestra ciertas cosas que uno identifica como chilenas. Sin embargo, me frustra mucho cuando se confunde canción política con determinados casos que han pasado en los últimos años, con canciones que pasan como canción de protesta, y que no es más que una especulación de lugares comunes, de una suerte de pachanga social, que no incomoda mucho a nadie, sin embargo, se promociona como canción política”.
Quizás, hace 50 años atrás, hubiese sido impensado que la cultura de baile fuera considerada como música de vertiente social. Sin embargo, si lo miramos en retrospectiva, no tendría por qué ser extraño. La electrónica tiene vínculos directos con los ocurrido en los setenta. Además de los hijos de exiliados que destacaron en el techno, house o, en la música dance, como Chica Paula, Dandy Jack, Matías Aguayo, o Ricardo Villalobos (sobrino de Julio Villalobos, fundador de los Blops), existen músicos como F600, Lluvia Ácida o el mismo colectivo Pueblo Nuevo, que nos hacen pensar que los cruces e influencias persisten: “Creo que no se suele reconocer que la música electrónica tiene un vínculo directo con lo marginal y racial. El house tiene que ver clubes de negros donde se desarrolló determinado sonido, que, hasta cierto punto, es una resistencia al pop blanco, estandarizado y comercial. Creo que, en la experiencia de la electrónica europea, con origen en el krautrock, siempre ha tenido una intensión subversiva o disidente. Para mí es bien evidente, se puede leer desde la resistencia de determinadas minorías sexuales. Sin ir más lejos, el baile es un fenómeno y expresión disidente, la música con máquinas tiene el mismo contenido que la música sin máquinas”.
Las entradas son infinitas, la identidad se configura dentro, el cruce estético y sonoro de nuestro país ha demostrado que la herencia es flexible; que la tradición, mestiza; que la mirada está afuera, pero que la pulsión se encuentra dentro: “Este tema de la identidad de la música chilena ha sido infinitamente discutido por musicólogos y estudiosos, desde la plataforma innegable de que Chile, en muchos ámbitos, es un país que está muy pendiente de lo que ocurre en el extranjero, como si parte de nuestra identidad tuviera que ver con eso, con mirar lo que se hace afuera”, continúa Marisol, “pero traer eso para darle tintes locales es también una forma de identidad. También es una forma de identidad que los Ángeles Negros trajeran el bolero y lo mezclaran con el funk de James Brown haciendo algo distinto. Hubo un periodo donde se pagó muy caro la censura, la estigmatización de algunos sonidos o géneros, en el sentido que hubo una generación que se demoró más en retomar esta raíz más folclórica e incluso poética de abordar los contenidos políticos y sociales, que demoraron en reapreciar la Nueva Canción. En los 90, nadie la estaba escuchando, sin embargo, después de un tiempo, se comenzó a revisitar a Violeta Parra y, de ahí en adelante, muchas otras cosas que resuenan hasta hoy”.